Metió las manos en el
baúl de los recuerdos, decidida a arrojarla para siempre de su mente. Decidida a arrojar aquel viejo corazón que todavía latía en los recuerdos de su memoria. A su cabello negro. A su sonrisa dulce, a voz tintineante. Pasaron las horas y no lo encontraba,
comenzó a frustrarse. ¿Cuándo se había hecho tan profundo aquel pozo negro, donde arriba estaban las cosas nuevas y más abajo las cosas viejas? Hurgó más profundo, más profundo,
más profundo. Entonces, sus manos temblorosas palparon lo que quería y lo que temía encontrar. Aquel recuerdo grande, latente y doloroso que no se hundía nunca. Que seguía
en el mismo lugar, viendo pasar a los demás recuerdos.
Y comenzó a estirar los brazos hacia arriba. Mientras más lo hacía, más le dolía. Mientras más le dolía, más le gustaba.
Masoquismo, le decían. Llegó hasta arriba y las manos ensangrentadas le temblaban.
Negras lágrimas en su rostro y gritos desgarrados de dolor que escapaban de su garganta. Miró el recuerdo. Y no tuvo el valor para hacerlo. Abrió la tapa y lo arrojó una vez más, viéndolo hundirse, soltar burbujas, regresar de nuevo a su lugar.
Y entonces, la tapa se cerró para siempre.
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Como un puño el dolor se apoderó de ella. |
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