—¿Qué me ves?— Cuestioné, con una petulancia ciertamente paranoica propia del género femenino; asomando la nariz apenas por encima del libro; en cuyo título se dibujaba "Cartas a Milena."
En su rostro se dibujó una sonrisa quizás más petulante que las propias palabras mías mencionadas hacía menos de un cuarto de minuto.
—¿Que qué te veo?— Una melodiosa risa escapó, al parecer sin autorización desde su garganta. —Es una pregunta algo complicada...—
Arqueé una ceja. Súbitamente caí en la cuenta de que en verdad aquello había sido repentino y; como en otras ocasiones, cerré el libro y me quité las gafas esperando escuchar un discurso filosófico. Bueno, ese discurso filosófico nunca vino. Fue más bien un puño literario suave.
—Cuéntame que me ves.— Insistí; analizando el margen de error en mi teoría. Se hizo el silencio durante unos minutos que, a mi parecer, se dejaron mostrar como una eternidad (aunque suena extraño viniendo de una persona cuya única virtud es la paciencia.)
—No sé. Quizá la manera que tienes de actuar todo con una ingenuidad impropia de la perversidad de tu mente. La manera en que ocultas lo retorcido de tu sonrisa hasta hacerla pasar por una de falsa amabilidad. La capacidad que tienes de estrangular y deformar los pensamientos de aquellos que te rodean y someterlos a tu voluntad con la sóla curvatura malvada que tienes. Probablemente sea la manera en la que exhalas las cenizas del veneno -que encendiste de manera mecánica con un chasquido de los dedos- por entre tus labios pintados de sangre de quién sabe el amor de cuántos. Tal vez el poder de locura que intoxica mi alrededor con sólo mirarme como lo estás haciendo ahora. ¿No te has preguntado por qué te evado siempre la mirada? Tal vez sea la forma en que me pesa mirarte... ¡Hasta el cielo se aflige con tu mirada, musa mía! Está gris siempre que nos encontramos... ¿Cuál es tu secreto?
Y es aquí donde todo vuelve a convertirse en lacónico. Donde sonrío, con la sonrisa retorcida que él menciona, como un retrato hablado a su relato. Es ahí donde le clavo la mirada, donde el cielo se ennegrece en vez de pintarse de gris, donde el frío recrudece y donde el silencio habla una vez más. Es aquí donde inclino la espalda contra la madera del roble, me vuelvo a poner las gafas y retomo la lectura. Él vuelve a sumirse en una especie de intro-extrospección; haciendo quién sabe cuántas comparaciones con sólo Dios sabe cuántas cosas y esperando la respuesta.