Aquellos dedos mágicos parecían no levantarse nunca y al
mismo tiempo, levitar en las teclas
del piano transparente. Su figura etérea y simultáneamente masculina, también parecía
flotar como el alma que no se pierde nunca en la monotonía de una vida solitaria.
Los acordes, a pesar de ser apagados, parecían arrancarle deliciosas
expresiones de gozo que le daban aún más virtuosismo a su manera de
interpretar. Creyó que nunca en su vida había visto hombre más hermoso, más sobrenatural que aquel que interpretaba
aquella serena y calma sonata de Beethoven.
Se sintió, por un momento, fuera de lugar y que su cuerpo
estaba actuando de manera independiente, bajo su propio control. Lágrimas rebeldes que no había
autorizado a escapar, repentinamente, obscurecieron su vista y se volvió una
persona ciega, una persona que ni siquiera escuchaba con los oídos, sino con el alma que ahora estaba en un
estado de exaltación. Pero no quería dejar de ver la expresión de su rostro,
así que con una mano lánguida, se enjugó el cristal hecho líquido que le hacía
un velo a aquellos ojos de esmeralda.
El sonido se apagó más si cabe, moribundo, arrastrado,
depresivo… Hasta que murió. Murió, se
extinguió, y sin embargo, todavía quedaba flotando en el aire, como un espíritu
susurrante al oído de la estupefacción. Reinó un silencio de tumba y luego la
inspiración fue cortada por el sonido de un montón de almas regocijantes.
Reaccionó y se dignó simplemente a mirar: No tenía ni siquiera fuerzas para
ovacionar.
Porque, ¿desde cuándo se había vuelto digna de ver a lo divino entre la
raza humana? ¿No era demasiado, ya, acaso?
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